Hace unos días vi un cartel en la ventana de un restaurant que decía “we are hiring”. Esa noche mandé un mail. Me dijeron que vaya al día siguiente.
Me puse mi saco preferido, de color chocolate y botones carey. Estaba nerviosa. Hacía años que no tenía una entrevista.
Mientras me peinaba me acordé de todas las entrevistas que tuve antes. Cuando a los 17 años repartí currículums en los cafés de mi barrio y me acompañó mi mamá. Cuando me puse un vestido negro para la entrevista del estudio jurídico. Cuando dije que iba a almorzar pero en realidad fui a conocer a la jueza que después me contrató. Cuando me puse mi mejor blazer para tener una videollamada con la ONG de mis sueños. Cuando fui a la Embajada Británica con mi peor corte de pelo hasta ahora. Todas salieron bien. Pero siempre los mismos nervios.
También muchas salieron mal. Las entrevistas para tres competencias antes de quedar en Mandela, allá por el 2019. Otro estudio jurídico, en la pandemia. Y varias que voy olvidando.
Me propuse que la de ese día en el restaurant iba a ser de prueba. Quería ir sin expectativas. Simplemente, el objetivo era practicar tener una entrevista después de tanto tiempo. Perder los nervios.
A las 3 de la tarde fui a conocer a Faz, el dueño. Charlamos un rato, era un tipo tranquilo. Me preguntó por qué si era abogada estaba buscando un trabajo en hospitality. Le dije que necesitaba un poco de aire fresco. Se sorprendió pero no me hizo más preguntas. No le quería contar que en realidad estoy cambiando de carrera y durante la transición necesito pagar las cuentas y salir un rato de la computadora, socializar.
Me dijo que vaya el jueves a hacer una prueba.
Llegué a mi casa, feliz. La entrevista había salido bien.
Iba a empezar una nueva etapa. Iba a ser Brittany Murphy en The Ramen Girl, reinventándome en una nueva ciudad.
El jueves me desperté temprano. Fui a entrenar. Volví a mi casa, me bañé y salí. Me sentía bien. Estaba entusiasmada por empezar algo nuevo, por aprender y tener una rutina más ordenada, un ingreso al fin.
Llegué 5 minutos temprano. Faz estaba ya en la cocina. Preparó café para los dos. Me contó que nació en Irán, que su mamá está enferma y que en Pascua la va a visitar.
Me mostró un placard repleto de botellas gigantes con salsas de todos los colores. Me paseó por la cocina indicándome dónde guardan cada utensillo, cómo organizan las heladeras, los diferentes tipos de bowls y tablas. Me contó del resto del equipo, cómo dividen las tareas, repasamos el menú.
Trajo un cajón lleno de pepinos y los dejó en la mesada. Me dijo “vas a empezar con los picles”. Me encantan los picles.
Le cortó las puntas, le sacó el plástico que lo recubre. Lo peló pero no del todo, “para darles carácter.” Los cortó a la mitad. Con una cuchara, raspó el interior para sacar las semillas. Después, en rodajas. Quedaron unas medialunas verdes, crocantes, con la superficie pintada de distintos tonos de verde. Era verdad que les daba carácter.
Me dejó sola, tenía que cortar los demás. Dejé uno a un costado de referencia y lo empecé a imitar.
Me costaba seguir su orden. A veces los cortaba a la mitad antes de pelarlos. Entonces pelarlos era más difícil. A uno me olvidé de sacarle las semillas y lo tuve que hacer después. Otro me quedó todo verde, sin pelar, sin carácter.
A cada pepino que cortaba le sacaba las puntas y guardaba una delante de la tabla para llevar la cuenta de cuántos había cortado. Tenía que hacer seis.
Cuando terminé volvió y me dijo: “también vendemos pepino fresco”. Y me mostró cómo cortarlos en cubos. Era un procedimiento similar: sacar el plástico, pelar con carácter, cortar a la mitad, cortar en cuartos y luego horizontal. Pero en este caso dejábamos las semillas. Otros 6.
Estos fueron más fáciles. De a poco minimizaba los errores.
Pero con el condimento para los picles cometí mi primer error. No sé bien qué pasó pero una salsa que debería haber quedado líquida, como cualquier salsa, me quedó espesa. Había seguido la receta. Estaba escrita para 3 pepinos entonces multipliqué todo por dos. Algo me falló en las proporciones. Es que en vez de usar una cuchara para medir usé la punta de la tapa del tupper para no tener que usar varias cucharas diferentes, como hacía la chef. En retrospectiva era obvio que me iba a salir mal. Pero Faz dijo “tengo que revisar esta receta”, le agregó un chorro más de salsa de soja y lo llevó adelante para servirlos.
Por ahora venía bien, me estaba divirtiendo. Me gusta cocinar. Me gusta concentrarme en cortar, pelar, medir, mezclar. No quiero un trabajo mental ahora. Esa energía la quiero guardar para mi, para mi trabajo. Quiero un trabajo así, con las manos. Así mi cabeza se puede relajar. Así pueden venir pensamientos nuevos, nuevas ideas.
Después tuve que rallar zanahoria. Pero no con un rallador normal sino con un mandolín. Tal vez no sepan lo que es un mandolín. Yo lo conocía porque mi mamá lo usaba para cortar manzanas para mi tarta preferida. Es peligroso y más para las zanahorias que son tan duras. Tiene una cuchilla con cinco filos entonces me hice cinco tajos en el dedo gordo. Me vieron sangrar y me dieron una curita. Segundo error. Todavía me duele el dedo mientras tecleo.
Había perdido la noción del tiempo. No tenía reloj. Pero sabía que habían pasado varias horas cuando me empezó a doler la cintura como me pasa siempre que paso mucho tiempo parada.
Faz me pidió que saliera a hablar con él. Nos sentamos en las mesas de la vereda. Había un poco de sol. Me preguntó si me había gustado, le dije que sí. Me dijo que si me interesaba quedarme, él me iba a entrenar. Es un proceso que dura 3 o 4 meses. Pero si invierte ese tiempo en mí, espera que yo me quede por lo menos un año.
Le dije si, que no había problema. Pero me di cuenta que estaba obligando a mi cara a sonreir para que suene creíble.
Lo que quedaba del entusiasmo de esa mañana se terminó de diluir mientras caminaba a mi casa. Me senté en el sillón y me puse a llorar.
Le había mentido. No quería estar ahí un año entero y sabía que ir todos los días arrastrando mi propia mentira iba a ser insoportable. Si sabía que empezaba una cuenta regresiva para tener una conversación en la que le iba a decir: sé que pasaron solo 3 meses, gracias por entrenarme, pero me voy a ir.
Y aunque odio admitir que empatice con el capitalista, lo entendía. Yo también voy a tener un negocio y no me gustaría que me lo hagan a mi. Sabía que no estaba siendo honesta y a esta edad ya me tomo mi propia palabra bastante en serio.
Era un trabajo con muchas cosas positivas. Queda demasiado cerca de mi casa. El horario me venía bien. El ambiente laboral parecía bueno. Necesito la plata.
Pero no por ser el primer lugar que me da una oportunidad tengo que pensar que va a ser el único. Tengo que seguir buscando. Ya va a aparecer algo mejor. El primero nunca es.
Estaba decepcionada de mi misma. ¿Qué pasó con la imagen de Brittany Murphy haciendo ramen en Tokio, mi musa inspiradora? Si yo quería reinventarme también. ¿Iba a abandonar porque me importaba demasiado lo que iban a decir los demás?
Dónde había quedado mi discurso superador, mi supuesta resiliencia. ¿Al final yo no era de esas personas que hacen lo que sea por seguir sus sueños?
Pensé que se me estaban cayendo los anillos. No pude aguantar tres horas paradas y unos cortecitos en el dedo.
En realidad no había podido mentirme y decir que quería un futuro ahí.
No es mi sueño ser chef, Faz.
Pero la vida es diferente a la película The Ramen Girl. Britany se suicidó en 2009. Y yo voy a buscar un café cerca de mi casa que me de algo de efectivo y me saque unas horas de la PC.
¿Fallé? Tal vez. ¿Aprendí? Esperemos.
Anaïs Nin dijo que “Para escribir hay que vivir”. Y tiene razón. Hay que salir de casa para tener historias. Como la del día que trabajé tres horas en una cocina de sushi.
Tengo mucho para decir pero no lo diré todo:
1. ¿Qué nos pasa a las abogadas? ¿es a caso la carrera con mas ganas de abandonar del mundo? supongo que un poco tendrá que ver con la adultez, y con llegar a esos trabajos soñados y darse cuenta que todo es medio una mentira, una decorada y que cuesta mucho trabajo, pero mentira al fin.
2. Es la primera vez que te leo y no pude ni mirar para el costado entre palabra y palabra, admito que un porcentaje es porque soy de lo más chusma, pero el resto, todo tuyo.
3. Quiero leer más! y saber más tambien, obvio, por lo de chusma.
Me ha encantado, también he sido la chica del Ramen por tres horas, me identifica tanto