El lunes pasado una amiga se separó.
Cuando me enteré, le pregunté si quería ir a tomar un café. Me dijo que mejor una cerveza.
Esa noche, me puse mi tapado marrón y salí a verla. Ya no hace tanto frío así que dejé la bufanda en casa. Crucé la avenida, pasé por la calle llena de bares y caminé hasta encontrar la parada del 141. Estaba repleto. Bajé 40 minutos después. Nunca había estado por esa zona.
Llegué primera. El bar se llamaba Brouhaha. Busqué en internet qué significaba. Era una palabra árabe: “Estallido de emoción o entusiasmo, risa contagiosa”. Me pareció un poco cómico.
Elegí una mesa en un rincón. Mientras esperaba me llegó un mensaje. Era mi profesor de yoga, me había olvidado de la clase. Le pedí disculpas, es que tuve una emergencia.
Al rato la vi entrar. Tenía un tapado largo y negro y los ojos llorosos.
Nos sentamos. Le pregunté cómo estaba, me dijo que mal.
Empezó el relato desde el principio. Me contó de los días anteriores, de la decepción, de los mensajes, de la conversación que tuvieron después de cenar, que se volvió a la casa en medio de la noche en un uber.
Yo la escuchaba, la miraba tocarse el pelo, sostenerse la cabeza, perderse en sus pausas.
Me acordé cuando mi primera novia me dejó. Fue un lunes.
Había tenido clase en la facultad con Diego esa tarde. Le conté que iba a cenar con ella después de una pelea. Cuando nos despedimos me dijo “suerte” y yo le dije “tranqui, no es para tanto”.
Llegó tarde a buscarme. Dimos vueltas por varios restaurantes de Recoleta, ella estaba indecisa, no sabía qué comer. Eligió una mesa sobre la vereda de una pizzería. Quedaba atrás del Cementerio, sobre la calle Azcuénaga, entre Vicente López y Guido.
Mis recuerdos de esa conversación son casi nulos. Solo me acuerdo que me la pasé llorando desde el momento en el que me di cuenta que me estaba dejando. Ella tenía la decisión tomada y no había nada que hacer. Me decía que nos estábamos peleando mucho, que mejor separarnos un tiempo, que teníamos que crecer.
Llegó la moza con la comida. Ni pude levantar la mirada para agradecerle. No probé bocado.
Yo no entendía nada. Por qué ella tenía la cara tan seca, estaba sentada tan erguida, tan segura de sus palabras, comiendo tanta pizza. Y yo haciendo equilibrio en una banqueta, encorvada sobre esa mesa que en realidad era un barril, rodeada de pañuelos usados, con la cara empapada, tan confundida que ni siquiera le pude hacer una pregunta.
Mientras ella me trataba de consolar, me daba alguna explicación sin demasiado sustento, yo no la miraba de frente. Me concentré en un punto fijo a su derecha: la puerta del edificio de al lado. Era una puerta de vidrio con bordes rojos y un picaporte metálico en forma de círculo. Azcuénaga 1930.

Al día siguiente tenía que ir a trabajar. En esa época era paralegal en un estudio jurídico, hacía derecho bancario. Me acuerdo pensar que debería existir algún tipo de licencia que te permita no ir a trabajar después de que te dejen así, de un día para el otro. “Licencia por separación sorpresiva”.
Nunca había llorado tantos días seguidos. Lloraba en el escritorio, en el baño de la oficina, esperando el ascensor, adentro del ascensor. En el subte yendo a la facultad, en las clases de derecho comercial y de derecho tributario. Una noche, volviendo en colectivo a mi casa, una señora me ofreció pañuelos.
Mi lugar preferido para llorar era la ducha. Porque ahí no sentía que lloraba, o mejor dicho me olvidaba por un rato que estaba llorando. Se me confunden las lágrimas entre tanta agua, tenía la ilusión de que el lagrimal se detenía.
Durante un año le seguí atendiendo el teléfono. Le decía que esa semana no la podía ver, pero escribime la que viene. Pensaba que si la ilusionaba podría devolverle un poco del dolor que me había causado. Quería cobrarme la deuda. Pero solo alargué mi propio duelo.
Después de esa noche me rompieron el corazón varias veces. Otras me lo rompí yo sola. Pero todas las veces volví a acordarme de esa noche, como si fueran réplicas del dolor original. Como si doliera en el mismo lugar, como si me tocara la herida.
Un tiempo después tuve el casamiento del hermano de Gaspar. Esa noche conocí a Nicolás. Yo seguía muy triste y un par de copas después ya le había contado toda la historia de la pizzería. “La primera vez nunca sale bien” me dijo.
Nunca más lo vi. Ahora lo tengo en Instagram y veo sus fotos por Europa. Pero su frase se transformó en nuestra muletilla con mi amigo. Cada vez que probamos algo nuevo y nos sale mal nos acordamos de esa noche.
Nos saca un poco el miedo, nos consuela cuando las cosas no salen como queríamos. Nos recuerda que hay que probar de vuelta.
La noche que me junté con mi amiga me fui con la sensación de que no había sido demasiado útil. No le pude dar ningún gran consejo de vida, no le solucioné su dolor.
Es que es difícil dar consuelo en momentos en el que el consuelo no existe.
Pero mientras escribía esto me acordé también de cómo me acompañaron a mi.
Como cuando murió mi último abuelo y una profesora del colegio me dió una carta. Citaba a algún santo, pero lo importante es eso, que me escribió una carta. Todavía la debo tener por ahí.
O cuando les conté a mis amigas de la escena patética en la pizzería y me pasaron a buscar por mi casa es un auto prestado. Todavía no teníamos licencias.
Ahora que pasaron unos días pienso que tal vez el único consuelo que le puedo dar es pasarla a buscar y darle un poco de amor en una carta.
Y pasar ese consejo sencillo. Que está bueno que la primera vez no sea. Como cuando quise aprender a tocar el piano y fallé. Solo aprendí una sola canción: Para Elisa.
PD: Un tiempo después conocí a Juana. Me invitó a comer por Recoleta y cuando llegué me di cuenta que era la misma pizzería. Ella vivía al lado, en el edificio del picaporte metálico circular. Nunca le conté.
El restaurante ya no existe más, lo demolieron. De eso hablan cuando dicen “justicia poética”?
¿Sabías queeee...
Cuando vivía en Buenos Aires, mi piso estaba justo en Azcuénaga, muy cerquita de esa pizzería? ✨
(y así es cómo hago que tu lindo post hable de mí, mí, MÍ 😌)
Me gusta como narras la historia, creo que nos acercas mucho y nos podemos identificar con el sentimiento y los hechos. Me parece que es linda la reinvindicación del lugar, es como sobreescribir uno de esos dicos de 3 1/2 o un cassette de los 80s... y me quedo con la parte esperanzadora de que la primera vez sale mal, deja la posibilidad de que habrá más y mejores